El espíritu de la libertad: una reflexión sobre la democracia liberal
En medio de la Segunda Guerra Mundial, Learned Hand pronunció un célebre discurso conocido como “El espíritu de la libertad” mientras tomaba juramento de ciudadanía a un millón y medio de inmigrantes en el Central Park. En sus palabras, este respetado juez estadounidense afirmó que “el espíritu de la libertad es aquel que no está completamente seguro de estar en lo correcto”, que busca comprender las mentes de otros hombres y mujeres y ponderar sus intereses sin prejuicios. Esta falta de certeza absoluta, junto con la empatía y la aspiración a la imparcialidad, son las virtudes fundamentales de la democracia liberal. Por el contrario, la seguridad de estar en lo correcto, la egolatría y la parcialidad son el caldo de cultivo del autoritarismo.
El dualismo ideológico y los males de la Argentina
Carlos Nino identificaba como causa de los problemas en Argentina nuestra tendencia a la concentración de poder, la anomia y los privilegios de las corporaciones. Sin embargo, también señalaba un destructivo dualismo ideológico, una tensión constante entre la cerrazón conservadora y la apertura liberal. El problema radica en que esta tensión carece de un marco institucional en nuestro país. A lo largo de la historia, tanto los “liberales” como los “conservadores” han buscado atajos autoritarios para imponer su visión del bien, lo que ha llevado tanto a dictaduras libertarias como a dictaduras tradicionalistas.
Siempre hemos tenido personas que creen en los derechos, sobre todo en el derecho de propiedad, pero desconfían de la democracia mayoritaria, así como personas que creen en la regla de la mayoría, sobre todo cuando se trata de sus propios intereses, y desprecian los derechos de los demás.
Lo que nos falta es una mentalidad que se sienta cómoda viviendo en la tensión de la democracia constitucional, que valore no solo lo que considera mejor, sino también la forma de alcanzarlo. Necesitamos personas que celebren el disenso, que escuchen con alegría y asombro argumentos novedosos, personas que, en palabras de Borges, prefieran que el otro tenga razón. Esta preferencia es mejor porque significa que yo estaba equivocado y no lo sabía, porque existe un argumento más sólido que no fui capaz de concebir, porque me perdí un hecho clave, porque mi capacidad de empatía no reconoció un interés vital de otra persona a la cual debo consideración y respeto igualitario, y porque con este argumento la decisión colectiva que tomemos será mejor, cometeremos menos errores.
La concentración de poder y la tentación del autoritarismo
Nuestro sistema político nació con una apuesta por la fortaleza del Poder Ejecutivo. Para escapar de la anarquía, Alberdi propuso un Ejecutivo que concentre poder, aunque con algunos controles modestos y limitado en el tiempo. De esta tradición surge la costumbre de nuestros presidentes de legislar por decreto. De hecho, la reforma de 1994 tuvo que incluir los decretos de necesidad y urgencia para tratar de regular este instrumento de desborde autoritario.
Gobernar por decreto implica decidir sin deliberar con los demás, asumirse como infalible, creer sin dudar que se está en lo correcto. Nuestra Constitución no lo permite, solo permite, en caso de necesidad y urgencia, abrir una pequeña brecha a través de la cual, para mantener el sistema político intacto, puede ingresar, de manera excepcional, el arbitrio de uno.
Nuestra práctica política ha distorsionado este instituto, como tantos otros de esa reforma que deberíamos aspirar a merecer. En lugar de utilizarlo de forma restrictiva, lo hemos abusado sin límites. La interpretación caprichosa de los términos “necesidad” y “urgencia” convierte en regla lo que debería ser excepción. Y aquí estamos, una vez más, frente a un Decreto de Necesidad y Urgencia (DNU), uno de gran envergadura.
La ambición de marcar la cancha
¿Cuál es el motivo para dictar un DNU cuando existe la posibilidad de sesiones extraordinarias en el Congreso? ¿Por qué incluir en su contenido cuestiones tan variadas que podrían haber sido tratadas en diferentes momentos y formas? ¿Por qué el Presidente, quien recientemente obtuvo más de la mitad de los votos de la ciudadanía, necesita un gesto tan destemplado? Tal vez la ambición de marcar la cancha, de demostrar decisión, de cumplir con la promesa enfática de eliminar lo superfluo, haya llevado a la necesidad de mostrar ciertas convicciones a través de este gesto.
Quizás la indignación de ver cómo surge el espíritu republicano en aquellos que hasta hace poco tiempo, durante veinte años, hicieron de la excepción la regla, genere un espíritu vengativo de revancha.
El problema es que, como hemos visto hasta la saciedad, estas acciones generan reacciones contrarias, vetos, desobediencia. Sin embargo, en una democracia, se necesita la voluntad y el consentimiento de muchos. Se necesitan muchos votos en el Congreso, muchas personas que paguen impuestos, inviertan, trabajen, enseñen, hagan lo que, en principio, no desean hacer, y lo hagan porque aceptan que deben hacerlo.
Ese consentimiento depende en gran medida de la construcción de legitimidad subjetiva de la autoridad que pretende gobernar. Y esta legitimidad depende, a su vez, de que la gente crea que se la escucha, que no se la discrimina, que se la trata con respeto y que puede confiar en que la autoridad en cuestión está intentando hacer lo correcto.
Nuestra Constitución reconoce la necesidad de construir legitimidad debido a una larga historia de desobediencia. Por eso, desconfía de la legislación en manos de una sola persona y le impone muchas restricciones. Limitar el uso de los decretos de necesidad y urgencia a lo estrictamente necesario y urgente consolidaría nuestro sistema político y honraría el espíritu de la libertad, tal como lo definió un juez hace ochenta años frente a un millón y medio de personas que buscaban refugio de la barbarie autoritaria en una democracia constitucional.
El autor es profesor de Derecho en la UBA, UTDT y UNRN